El
cuento de Roberto M. Coates, (escritor estadounidense y crítico de arte
para el New Yorker) fue publicado originalmente en The New
Yorker, 1947. Nos habla de un supuesto fallo de la Ley de los Promedios
la que establece que las acciones de la gente en masa seguirán
siempre patrones constantes manejables. El problema era grave, toda la gente
pasaba el mismo puente a la misma hora, acudía al mismo restaurante a tomar el
mismo plato,... La nueva Ley promulgada obligaba a la gente a ser
promedio y, como manera más simple de lograrlo, fue dividida alfabéticamente y
sus actividades permitidas catalogadas correspondientemente. No te llevará más
de 5 minutos leerlo y valorar si en los momentos actuales se puede hacer realidad.
EL
PRIMER INDICIO de que las cosas estaban saliéndose de control vino una noche de
principios de otoño a finales de los cuarenta. Lo que pasó,
sencillamente, fue que entre las siete y nueve de la noche el Puente
Triborough tuvo la mayor concentración de tráfico saliente de toda su historia. Fue
extraño, toda vez que era una noche entresemana (para ser precisos, un
miércoles) y aun el tiempo agradable y despejado, con una luna casi llena como
para atraer cierto número de automovilistas fuera de la ciudad, ello por sí no
explicaba el fenómeno. Ningún otro puente o camino principal estaba afectado, y
a pesar de que las dos noches anteriores habían sido igual de fragantes e
iluminadas, en ambas el tráfico del puente había corrido con normalidad.
Como
sea, el personal del puente fue cogido totalmente desprevenido. Una arteria tan
principal como el Triborough opera bajo condiciones usualmente predecibles. El
transporte motorizado, como la mayor parte de otras actividades humanas a gran
escala, obedece a la Ley de los Promedios —esa grandiosa y vieja regla que
establece que las acciones de la gente en masa seguirán siempre patrones
constantes—, y con base en pasada experiencia había sido siempre posible
predecir, casi hasta el último dígito, el número de autos que cruzarían el
puente a determinada hora del día o la noche. En este caso, sin embargo, todas
las reglas fueron rotas.
Las
horas de entre las siete y la media noche son normalmente tranquilas en el
puente, pero en las de esa noche fue como si todos los automovilistas de la
ciudad, o bien una sorprendente proporción de estos, hubieran conspirado contra
la tradición. Comenzando casi exactamente a las siete en punto, los coches se
vertieron sobre el puente en tal número y con tal rapidez, que el personal de
las casetas fue abrumado casi desde el principio. Pronto fue obvio que eso no
era una congestión momentánea, y como se hacía cada vez más evidente que el
atasco prometía ser uno de magnitudes monumentales, a toda prisa los elementos
de la policía acudieron a la escena para manejar la situación. Los autos
venían de todas direcciones —de las rutas del Bronx y Manhattan, de la 125th
Street y del East River Drive. (En el pico del atasco, alrededor de las ocho y
quince, curiosos en el puente reportaron que hacia el sur el camino era una
apretada línea de faros hasta la curva de la 89th Street, mientras que al oeste
el tráfico cruzó y alcanzó Manhattan, llegando hasta la avenida Amsterdam.) Y
quizá lo más confuso de todo el asunto era que parecía no tener explicación.
De
vez en vez, mientras el apurado personal de las casetas atendía a la
interminable fila de autos, cuestionaba a los automovilistas y pronto quedó
claro que los propios participantes de tal monstruoso enredo, como el resto de
la gente, tampoco sabían las causas de aquello. Un reporte hecho por el
sargento Alfonse O’Toole, quien comandaba la sección encargada de la ruta del
Bronx, es lo usual. «Yo les preguntaba», dijo, «¿hay partido nocturno de futbol
americano en algún lugar que no sepamos?, ¿es a las carreras a dónde va?». Pero
lo gracioso fue que la mitad de las veces eran ellos los que a mí preguntaban.
«¿Por qué el gentío, jefe?», decían. Yo solo me les quedaba viendo. Recuerdo a
un tipo de un Ford convertible con una chica en el asiento de al lado, que
cuando me preguntó yo le respondí, «caray, pues es Usted quien está en el
gentío, ¿no?», le dije. «¿Qué lo trae a Usted aquí?». Y el simplón solo me
mira. «¿Yo?», me dice. «Yo solo salí a dar un paseo a la luz de la luna, pero
de haber sabido que había tal gentío…», dijo. Y luego me pregunta, «¿hay algún
lugar donde me pueda dar la vuelta y salir de aquí?». Como lo resumió el Herald
Tribune a la mañana siguiente, «solo pareció como si todos los que tenían un
auto en Manhattan hubieran decidido conducir hasta Long Island aquella noche».
El
incidente fue lo suficientemente inusual como para ser las primeras páginas del
siguiente día, y de ahí también que otros eventos similares, que de otro modo
hubieran pasado inadvertidos, recibieran atención. El propietario del teatro
Aramis, en la Octava Avenida, reportó que varias noches recientes su auditorio
había estado prácticamente vacío, mientras que los de otros habían estado a
reventar. Propietarios de restaurantes notaron que cada vez más sus comensales
desarrollaban hábitos específicos de ciertas órdenes: un día era carne de
carnero al horno con salsa lo que casi exclusivamente se pedía, mientras que al
día siguiente todos tomarían el pan vienés, y la carne de carnero ni quién la
tocara. Un hombre que operaba una pequeña mercería en Bayside reveló que por un
periodo de cuatro días, doscientos setenta y cuatro clientes consecutivos
entraron a su tienda y pidieron un carrete de hilo rosa.
Todos
estos eran eventos que normalmente habrían sido notas de relleno en los
periódicos o ido a parar a sus secciones de lo insólito. Ahora, sin embargo,
parecían tener un mayor significado. Era obvio que algo realmente raro estaba
pasando con los hábitos de la gente, y era tan preocupante como aquellos
momentos en los botes de excursionistas cuando los pasajeros se mueven de golpe
de un lado al otro. No fue sino hasta un día de diciembre cuando, casi
increíblemente, el Twentieth Century Limited partió de Nueva York a
Chicago con solo tres pasajeros a bordo, que los líderes empresariales
descubrieron cuán desastrosas las nuevas tendencias podían también ser.
Hasta
entonces, la red ferroviaria New York Central, por ejemplo, podía operar
cómodamente en el supuesto de que aun con las miles de personas en Nueva York
teniendo relaciones comerciales en Chicago, en cualquier día no más —y no
menos— que algunos cientos tendrían ocasión de ir allá. El productor de teatro
podía estar seguro que sus espectadores se organizarían a sí mismos como para
que los mismos tantos quisieran ver la función en jueves tal como lo hicieron
para la del martes o miércoles. Ahora no se podía estar seguro de nada. La Ley
de los Promedios se había ido por la borda, y si los efectos en los negocios
prometían ser catastróficos, también algo especialmente enervante lo era para
el consumidor en general.
La
señora que empezara su día de compras, por ejemplo, no podía estar segura si
encontraría en Macy’s a una marabunta de compradores o un vacío
interminable de pasillos silentes y desocupadas dependientes. Y la
incertidumbre producía un extraño nerviosismo en el individuo cuando este se enfrentaba
a cualquier acción. «¿Lo hacemos o no?», la gente se preguntaba, sabiendo que
si lo hacían podía pasar que miles de otros decidieran lo mismo, sabiendo
también que si no lo hacían podían perder la gloriosa oportunidad de tener,
digamos, la isla de Jones Beach prácticamente para ellos solos. Los comercios
languidecieron y una suerte de desesperada incertidumbre cubrió a todos.
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Con
esta coyuntura fue inevitable que el Congreso fuera llamado a la acción. De
hecho, el Congreso por sí mismo se puso en acción y, dicho sea, lo hizo de
forma loable para la ocasión. Un comité fue nombrado por ambas cámaras y
encabezado por el senador republicano J. Wing Slooper, de Indiana, y a pesar de
una exhaustiva investigación el comité tuvo que concluir a regañadientes que no
había evidencia alguna de una instigación comunista: la inconsciente subversión
de la conducta actual de la gente era a todas luces fortuita. El problema era
qué hacer al respecto. Uno no puede culpar a toda una nación, sobre todo con
bases tan vagas como lo eran éstas, pero, como el senador Slooper directamente
apuntó, «uno puede controlarlo», y entonces se resolvió por un sistema de
reeducación y reforma diseñado para guiar de regreso a la gente a —de nuevo
citamos al senador Slooper— «las cotidianidades básicas, los sencillos
promedios del estilo de vida americano».
En
el curso de las investigaciones del comité fue descubierto, para sorpresa de
todos, que la Ley de los Promedios nunca había sido incorporada a la
jurisprudencia federal, y a pesar de que los representantes de los estados se
rebelaron violentamente, el vacío legal fue de un plumazo corregido tanto por
enmienda constitucional como por una ley —la Hills-Slooper— que la
implementó. De acuerdo a dicha ley, la gente estaba obligada a ser
promedio y, como manera más simple de lograrlo, fue dividida alfabéticamente y
sus actividades permitidas catalogadas correspondientemente. Así, según el
plan, una persona cuyo apellido comenzara con G, N o U, por ejemplo, podía ir
al teatro solamente los martes, y aquél podía ir al béisbol solo los jueves,
mientras que sus visitas al sastre fueron confinadas entre las diez y el
mediodía de los lunes.
La
ley, por supuesto, tuvo sus desventajas. Tuvo un efecto contraproducente en los
teatros, así como en otros eventos sociales, y el costo de su cumplimiento fue
oneroso. Al final, también, tantas otras enmiendas tuvieron que agregársele
—como la de permitir a los caballeros llevar a sus prometidas (si así lo
acreditaban) a varios eventos sociales sin importar la primer letra del
apellido de ellas—, que los tribunales frecuentemente se perdían para
interpretarla cuando se topaban con violaciones.
A
su manera, no obstante, la ley sirvió a su propósito ya que indujo —si bien
mecánica pero aún así adecuadamente— un regreso a la existencia de aquel
promedio que el senador Slooper deseaba. Todo, en efecto, hubiera ido bien si,
un año más o menos después, incómodos reportes no hubieran comenzado a permear
desde las desfavorecidas periferias. Parecía que ahí, en lo que hasta entonces
había sido considerado áreas marginales, una extraña ola de prosperidad se
estaba sintiendo. Gente de las montañas de Tennessee estaba comprando Packards
convertibles, y Sears-Roebuck reportó que en las Ozarks sus ventas de artículos
de lujo se habían incrementado en un 900%. En los matorrales de Vermont,
hombres que antes apenas y podían tener un nivel de vida aceptable con el
trabajo de sus agrestes tierras, ahora enviaban a sus hijas a Europa y
ordenaban los mejores puros a Nueva York. Parecía que la Ley de los
Rendimientos Decrecientes estaba también yéndose al garete.
La traducción de este cuento pertenece al
libro Pininos de Mael Aglaia.